¿Alguna vez has
saboreado tu desnudez?
No hablo sólo de
sentirte orgullosa de ella, sino de saborearla, que de verdad te provoque una sensación
satisfactoria en todos tus sentidos.
La adultez nos
limita, nos aleja de estos placeres, nos dejamos engañar y ya desde la infancia
comenzamos a grabarnos bien clarito en la cabeza que nuestra desnudez es sinónimo
de vergüenza. ¡GRAVE ERROR!
¿Por qué olvidar
que la desnudez y su absoluta libertad fue el primer sabor que conocimos?
La desnudez fue
la primera caricia que sentimos en toda nuestra vida, la bienvenida a la misma.
Hasta para hacer
el amor nos arropamos con la oscuridad, nos da miedo sentirnos, nos da miedo
sabernos descubiertos.
A veces
confundimos el orgullo que nuestra pareja o alguien ajeno siente hacia nuestro
cuerpo con orgullo propio. Sentirnos admirados nos hace sentir bien, pero no
por ello nos sentimos bien con nosotros mismos, con nuestro cuerpo; es el ego
el que celebra su desnudez.
Cuántas veces no
hemos escuchado la cantaleta de “es que tengo estos gorditos” o “es que mis
tetas están colgadas” o “es que tengo granitos en las piernas” y así innumerables
frases de vergüenza hacia nuestros cuerpos. Todos las hemos pronunciado alguna
vez.
Debemos aprender
no sólo a aceptarnos, si no a disfrutarnos, a saborear lo que somos. Deberíamos
poder llegar frente a esa persona
especial, por ejemplo, y decirle “este es mi cuerpo, te lo entrego, disfrútalo
y cuídalo como yo lo hago, siéntete orgulloso de poder tocarlo”.
Más allá de
terceras personas, deberíamos poder pararnos frente al espejo y sentirnos
orgullosos de lo que vemos, dejar que el placer de ese cuerpo nos entre por los
ojos y nos llegue hasta el pecho; dejar que ese placer nos llene de satisfacción,
la satisfacción de sabernos únicos y por lo tanto hermosos.
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